La expansión del
cristianismo entre los bárbaros, el asentamiento de la autoridad
episcopal en las ciudades y del
monacato en los ámbitos rurales (sobre todo desde la
regla de San
Benito de Nursia -
monasterio de Montecassino, 529-), constituyeron una poderosa fuerza fusionadora de culturas y ayudó a asegurar que muchos rasgos de la
civilización clásica, como el
derecho romano y el
latín, pervivieran en la mitad occidental del Imperio, e incluso se expandiera por
Europa Central y
septentrional. Los
francos se convirtieron al catolicismo durante el reinado de
Clodoveo I (496 ó 499) y, a partir de entonces, expandieron el cristianismo entre los germanos del otro lado del
Rin. Los
suevos, que se habían hecho cristianos arrianos con
Remismundo (459-469), se convirtieron al catolicismo con
Teodomiro (559-570) por las predicaciones de
San Martín de Dumio. En ese proceso se habían adelantado a los propios
visigodos,
que habían sido cristianizados previamente en Oriente en la versión
arriana (en el siglo IV), y mantuvieron durante siglo y medio la
diferencia religiosa con los católicos hispano-romanos incluso con
luchas internas dentro de la clase dominante goda, como demostró la
rebelión y muerte de
San Hermenegildo (581-585), hijo del rey
Leovigildo). La conversión al catolicismo de
Recaredo (589) marcó el comienzo de la fusión de ambas sociedades, y de la protección regia al clero católico, visualizada en los
Concilios de Toledo (presididos por el propio rey). Los años siguientes vieron un verdadero
renacimiento visigodo20 con figuras de la influencia de san
Isidoro de Sevilla (y sus hermanos
Leandro,
Fulgencio y
Florentina, los
cuatro santos de Cartagena),
Braulio de Zaragoza o
Ildefonso de Toledo, de gran repercusión en el resto de Europa y en los futuros reinos cristianos de la Reconquista (
véase cristianismo en España, monasterio en España, monasterio hispano y liturgia hispánica). Los
ostrogodos,
en cambio, no dispusieron de tiempo suficiente para realizar la misma
evolución en Italia. No obstante, del grado de convivencia con el papado
y los intelectuales católicos fue muestra que los reyes ostrogodos los
elevaban a los cargos de mayor confianza (
Boecio y
Casiodoro, ambos
magister officiorum con
Teodorico el Grande),
aunque también de lo vulnerable de su situación (ejecutado el primero
-523- y apartado por los bizantinos el segundo -538-). Sus sucesores en
el dominio de Italia, los también arrianos
lombardos,
tampoco llegaron a experimentar la integración con la población
católica sometida, y su divisiones internas hicieron que la conversión
al catolicismo del rey
Agilulfo (603) no llegara a tener mayores consecuencias.
El cristianismo fue llevado a
Irlanda por
San Patricio a principios del siglo V, y desde allí se extendió a
Escocia, desde donde un siglo más tarde regresó por la zona norte a una Inglaterra abandonada por los cristianos
britones
a los paganos pictos y escotos (procedentes del norte de Gran Bretaña) y
a los también paganos germanos procedentes del continente (anglos,
sajones y jutos). A finales del
siglo VI, con el Papa
Gregorio Magno,
también Roma envió misioneros a Inglaterra desde el sur, con lo que se
consiguió que en el transcurso de un siglo Inglaterra volviera a ser
cristiana.
A su vez, los britones habían iniciado una emigración por vía marítima hacia la península de
Bretaña, llegando incluso hasta lugares tan lejanos como la costa cantábrica entre Galicia y Asturias, donde fundaron la
diócesis de Britonia. Esta tradición cristiana se distinguía por el uso de la
tonsura céltica o escocesa, que rapaba la parte frontal del pelo en vez de la
coronilla.
La supervivencia en Irlanda de una comunidad cristiana aislada de
Europa por la barrera pagana de los anglosajones, provocó una evolución
diferente al cristianismo continental, lo que se ha denominado
cristianismo celta.
Conservaron mucho de la antigua tradición latina, que estuvieron en
condiciones de compartir con Europa continental apenas la oleada
invasora se hubo calmado temporalmente. Tras su extensión a Inglaterra
en el siglo VI, los irlandeses fundaron en el siglo VII monasterios en
Francia, en Suiza (
Saint Gall), e incluso en
Italia, destacándose particularmente los nombres de
Columba y
Columbano. Las Islas Británicas fueron durante unos tres siglos el vivero de importantes nombres para la cultura: el historiador
Beda el Venerable, el
misionero Bonifacio de Alemania, el educador
Alcuino de York, o el teólogo
Juan Escoto Erígena, entre otros. Tal influencia llega hasta la atribución de leyendas como la de
Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes, bretona que habría efectuado un extraordinario viaje entre Britania y Roma para acabar martirizada en Colonia.
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